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Esclavitud y globalización - JOSE ANTONIO MARINA Y MARIA DE LA VALGOMA

Esclavitud y globalización
 

    La esclavitud nos parece un fenómeno lejanísimo en el tiempo y en el espacio, sobre todo a los españoles. Nuestros alumnos se sorprenden cuando les decimos que España tardó más que Estados Unidos en abolirla. Pero así es la historia. Hasta 1886 fuimos un país esclavista. Por lo demás, la esclavitud ha acompañado siempre al ser humano como una Humanidad en negativo, como una Inhumanidad. Y sigue haciéndolo.

Hace unos días la prensa recogía unos hechos estremecedores. Mujeres africanas son traídas a Madrid, con la promesa de un puesto de trabajo, para dedicarlas a la prostitución. La policía acaba de detener a una banda que en los últimos cuatro meses había introducido a 150 subsaharianas. A estas muchachas -algunas de ellas menores de edad- se les hacía firmar unos contratos que imponen una esclavitud tan absoluta que su incumplimiento acarrea su propia muerte o la de su familia. «Si falto a las normas, tienen el derecho de matarme a mí y a mi familia en Nigeria», confesó una de las desdichadas.

Sometidas a coacción, no son liberadas hasta que saldan su deuda, que puede llegar a los siete millones de pesetas, cantidad inasequible para felaciones a 1.000 pesetas. Si no lo consiguen, pueden ser vendidas o alquiladas a otras redes para que sigan explotándolas. Es fácil imaginarse el terror de unas mujeres que llegan a un país desconocido, sin entender nada, sometidas a vejaciones, encerradas, víctimas de la violencia física, o amenazadas con unos ancestrales ritos de vudú, que, como mostró hace años el gran fisiólogo Cannon, pueden matar de angustia.

En muchos casos, ni siquiera se atreven a protestar porque piensan que así deben ser las cosas en España. En algunos países africanos, como Mauritania, la esclavitud se abolió sólo hace 20 años, sin que aún se hayan enterado muchos habitantes de zonas rurales. En Sudán, como nos informan las ONG que luchan por evitarlo, se puede comprar un esclavo por 100 dólares (18.000 pesetas). Hace unos meses el Tribunal Supremo condenó a dos empresarios de Sigüenza porque obligaron a firmar un contrato de esclavitud a un argelino. La víctima aceptaba que la empresa pudiera «disponer de él como tuviese a bien, para la flagelación, la sodomía» y otros menesteres.

Al buscar documentación para nuestro libro La lucha por la dignidad, nos horrorizó comprobar la extensión de la esclavitud contemporánea. Recientemente se ha traducido la obra La nueva esclavitud en la economía global (Siglo XXI, Madrid), de Kevin Bales, el más conocido especialista en este trágico asunto, obra que les recomendamos apasionadamente. Cifra la esclavitud actual en 27 millones de personas a lo largo y ancho del mundo, un cálculo muy prudente ya que algunas organizaciones lo fijan en 200 millones. Esclavo es «la persona retenida mediante violencia o amenazas para ser explotada económicamente», lo que implica la muerte social.

Hay notables diferencias entre la nueva esclavitud y la que podemos llamar tradicional. En la esclavitud antigua interesaba el reconocimiento de la propiedad del esclavo, los costes de adquisición eran elevados, su rentabilidad escasa, se les mantenía durante un largo plazo, y los esclavos potenciales escaseaban. En la nueva esclavitud se evita toda relación legal de propiedad, el coste de adquisición es muy bajo, la rentabilidad elevadísima, hay una relación a corto plazo -de usar y tirar-, y existe un exceso de esclavos potenciales.

El tráfico de mujeres y niños de ambos sexos con propósitos sexuales es el ejemplo perfecto de la nueva esclavitud. Constituyen un grupo social perversamente integrado. El mercado de la prostitución es floreciente. En España se calcula que unas 400.000 prostitutas producen unos cuatro billones de pesetas al año. La prostitución global es un negocio que mueve más dinero que el tráfico de armas y de drogas. La comercialización del sexo está en ebullición. Se piensa que dentro de un par de años el negocio de la pornografía, el más rentable de Internet, alcanzará los 3.100 millones (más de medio billón de pesetas). De hecho, las industrias del sexo han sido uno de los motores del desarrollo de influyentes tecnologías en Internet.

La globalización ha agravado la situación. Manuel Castells, que es en general optimista respecto del nuevo mundo económico y social, reconoce que en este momento la globalización está aumentando las diferencias entre países ricos y países pobres. Esto hace que haya un Cuarto Mundo de miseria, excluido socialmente, sin posibilidad de acceso a nuestro eficaz sistema de mercado a no ser que aproveche la demanda de servicios degradantes. A mediados de los 90, trazando la línea de extrema pobreza por debajo de un consumo equivalente a un dólar diario, 1.300 millones de personas estaban en la miseria. Castells escribe: «Hay un aumento sustancial de la pobreza en el mundo en general y en la mayoría de los países, tanto desarrollados como en vías de desarrollo».

Este diferencial expulsa a las gentes de su tierra y las hace emigrar hacia los mágicos focos de la prosperidad. Históricamente, las pautas migratorias de la población femenina difieren de las masculinas. Antes, las mujeres emigraban como miembros de la familia o para casarse, mientras que los hombres solían hacerlo de forma independiente y por motivos de trabajo. Las cosas han cambiado. La corriente emigratoria incluye actualmente tantas mujeres como hombres, e incluso en algunos países asiáticos o latinoamericanos emigran más mujeres que hombres en busca de trabajo. Las mujeres lo encuentran más fácilmente, sobre todo en servicios domésticos y en la prostitución. Pero es una emigración que con facilidad se vuelve invisible, y cae en el olvido. En el caso del servicio doméstico, porque se integra en el mundo cotidiano privado, en el caso de la prostitución, porque es un tema desagradable que nadie quiere tratar.

En una investigación llevada a cabo en Tailandia por tres autoras tailandesas, se comprobó que en muchas ocasiones la prostitución es el único camino para sobrevivir. Un estudio de los hogares del norte del país reveló que el 28% de los ingresos familiares procedían de hijas ausentes, muchas de ellas prostitutas. Pero la historia tiene otra faz más espantosa todavía. La irrupción de costumbres occidentales ha descoyuntado sistemas tradicionales de vida, sin sustituirlos por otros aceptables. Muchos padres venden a sus hijas. Bales escribe: «Los padres se vuelven locos por comprar bienes de los que hace 20 años ni siquiera habían oído hablar; con el dinero de la venta de una hija se puede comprar un televisor. Dos tercios de las familias que venden a sus hijas pueden permitirse no venderlas, pero prefieren comprar televisores en color y equipos de vídeo». Las niñas son fáciles de colocar en el mercado. Son un valorado producto de exportación.

En Berlín hay 5.000 prostitutas tailandesas. Como conclusión de su estudio, las tres investigadoras dicen algo que conviene meditar, ahora que se propaga eufóricamente la idea del «mercado del bienestar», de un welfaremarket: «La trata de mujeres ilustra perfectamente la naturaleza del mercado de la economía global. En muchos aspectos las mujeres son la mercancía perfecta. Existe la demanda y la oferta acude a aquellos lugares donde hay mayor demanda. Se despliega ingenio e iniciativa para satisfacer las necesidades de los clientes. Se genera mucha riqueza y se crea empleo. El hecho de que los objetos de este mercadeo sean seres vivos de carne y hueso y no artículos manufacturados es una cuestión que no importa lo más mínimo a los mecanismos impersonales del mercado. Si hubiera un argumento para no confiar en el mercado como árbitro de nuestro destino, éste ciertamente es uno».

¿Qué podemos hacer? En primer lugar, dejar bien claro que quien usa a una esclava es un esclavista, y merece el desprestigio social. El ejemplar ciudadano que detiene su coche en la Casa de Campo de Madrid o en un lugar semejante para pasar un buen rato, está colaborando al mantenimiento de un sistema que violenta, extorsiona y martiriza a mujeres sin protección, sin esperanza, sin salida. El cliente crea la oferta y es responsable de ella.

Pero, además, tenemos que rechazar a los que quieren convencernos de que las cosas son como son y no tienen arreglo. Los profesionales de la excusa son peligrosos porque vampirizan el ánimo. El mundo se deshumaniza en un momento en que podría humanizarse. Muchos problemas pueden resolverse sin revoluciones ni exigencias heroicas. La historia nos demuestra que las reivindicaciones de las gentes desdichadas sólo se han conseguido mediante movimientos sociales poderosos, lentos y a veces trágicos. ¿No podríamos, por una vez, acelerar el proceso para evitar el dolor? ¿No podríamos tomar la iniciativa los privilegiados, sin esperar a que se desencadene la tormenta de la desesperación? Ojalá nos dejáramos guiar por una inteligencia creadora, compasiva y generosa, que está al alcance de todos.

José Antonio Marina, filósofo, y María de la Válgoma, jurista, son autores de La lucha por la dignidad, (Anagrama).

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