Veinte minutos en la vida de Eufrasia...(GRACIAS A http://librodenotas.com/)
Dicen que sólo las personas que han pasado por una experiencia traumática, los que han estado al borde de la muerte, aprenden a apreciar el valor del tiempo. Enfrascados en la actividad diaria, el resto de la humanidad pasamos por el día a día de puntillas, posponiendo las cosas importantes hasta que ya no queda tiempo de realizarlas.
Contaba Geoffrey Smith esta semana en La Vanguardia que los desactivadores de bombas que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial quedaron profundamente marcados por la experiencia. Algunos alcanzaron más de noventa años de edad con una “lujuria insólita” por la vida, una actitud que Smith atribuye al resultado de haber arriesgado sus vidas a diario durante años. “Sabían que la vida era hermosa porque en cualquier momento se la podían haber quitado”, asegura, “sabían el valor de cada minuto vivo”.
En su libro “La isla de las cicas”, Oliver Sacks expone el caso de una de las habitantes de Guam afectadas por una extraña enfermedad neurológica que le recordaba a su experiencia en Despertares. Esta mujer, llamada Eufrasia, pasaba el día postrada en una silla, completamente paralizada, hasta que las enfermeras le suministraban su dosis diaria de l-dopa. Esta pequeña cantidad de medicina le proporcionaba sus únicos veinte minutos de vida normal en todo el día, que la mujer trataba de aprovechar frenéticamente para contar y hacer todo lo que había estado planificando durante las largas horas de parálisis.
“Catorce minutos después de haber recibido su l-dopa”, explica Sacks, “Eufrasia saltó de repente y se puso de pie con tanto ímpetu que tiró la silla hacia atrás, se precipitó hacia el corredor y empezó a hablar por los codos con todo el mundo; era una conversación animada, casi incomprensible, pues se atropellaba tratando de decir todo lo que deseaba manifestar, pero no podía, mientras estaba paralizada”.
“Pero aquella mujer que era un torrente de vida”, prosigue, “al cabo de veinte minutos, con la misma brusquedad con que había salido de su estado original, volvió a él, y tras bostezar repetidamente, quedó sumida en una completa parálisis”.
Lo angustioso del caso, y lo que nos pone los pelos de punta, no es sólo que Eufrasia tuviera el resto del día para planificar todo lo que iba a hacer y decir durante sus escasos veinte minutos de vida real, sino el hecho de que sus planes se vieran frustrados día tras día por la propia angustia de conocer que el tiempo para realizarlos era limitado.
Tal vez, salvando las distancias, nos ocurre un poco a todos como a Eufrasia, que nos pasamos la vida amontonando hermosos planes en la cabeza, sueños inaplazables que nunca realizaremos porque le faltan horas al día.
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