Da risa ver a pobres diablos jactarse de una profesión que han logrado a las justas (más risa de lo que me dan algunos personajillos circenses que revolotean por estos días con un libro en la sobaquera). Estos seres mediocres para los cuales se les ha inventado la nota 11 y el término “regular” (en el Perú todavía mantenemos el decadente sistema vigesimal, y el término “regular” se acerca más a bueno que a malo). Estos badulaques se reclaman traumatólogos cuando son vulgares hueseros; médicos cirujanos vasculares cuando en realidad son ramplones carniceros, matarifes de poca monta; o se reclaman profesores cuando son adiestradores, instructores de monos, domadores de canes. Ni qué decir de los que se creen oficiales de algún organismo militar o fuerza castrense cuando en realidad son mercenarios, sicarios hambrientos de sangre, criminales en potencia esperando desatar su furia. Los ingenieros de hoy en día son lavafierros, mequetrefes que no podrían entender, al igual que los arquitectos, los laberintos de Dédalus. Los psiquiatras son loqueros, fascistas de la lógica, estilistas, peluqueros y talladores de la mente contemporánea; aprendices de jíbaros y secretos cultores del electroshock y el método del sifón. Los psicólogos, embaucadores de parejas disfuncionales, torturadores de niños con problemas de atención, chamulladores de libros de autoayuda, fabuladores de las relaciones sociales óptimas, tejedores de una maraña de soluciones que no sirven para nada, solo para ganarse un dinero mal habido con el que transcurren por esa vida de estafa y argumentos falsarios, etc. Los químicos (o el eufemístico “químico-farmacéutico”) son los emolienteros de carreta (con el perdón de estos dignos señores), seres ortopédicos que no saben nada de la alquimia ni de la piedra filosofal (sería un crimen preguntarles por el “alcaesto”). Los administradores son ahora los porteros, los organizadores de “panderos”, los recicladores de un mundo empeñado de los cuales, como los guachimanes, se creen los dueños. El abogado es un tinterillo, un defensor de causas perdidas o un acomodaticio heraldo de asesinos, terroristas y narcotraficantes; un mercenario de la verdad falseada, alguien que está dispuesto a lo que sea (incluso a la invención de pruebas y a la colusión criminal) con tal de que se le pague bien (se supone que en efectivo, aunque también aceptan el pago en especias: algún terrenito, vaquita, corderito, chivito, mueble o inmueble, etc., todo vale, incluso “favores” sexuales). El arqueólogo es un huaquero de la peor especie, un traficante del patrimonio prehispánico bien cotizado en el mercado de los coleccionistas europeos (para las pantallas y para los flashes estos señores son los grandes descubridores de un pasado remoto aunque admiren soterradamente a Hiram Bingham, no por su arte investigativo, sino porque pudo robarse una fortuna sin dar cuenta a nadie). El antropólogo es en realidad un primatólogo, las técnicas son las mismas y, al igual que esta última, se divide en dos: la antropología física que versa sobre la evolución biológica y la adaptación fisiológica de los seres humanos; y la antropología social (o cultural) que se ocupa de las formas en que las personas viven en sociedad (reemplacen al hombre por el mono y tendrán la fabulosa ciencia de la primatología). El sociólogo es un sociópata que se cree con autoridad para definir su entorno teniéndose a sí mismo como centro (quién diablos se cree este eructo de Thomas Hobbes, John Locke y August Comte).
Hasta los bibliotecarios ahora son simples revisteros, acuñadores de libracos y desempolvadores de estanterías que nadie visita. El periodista dejó de ser un investigador de la verdad para convertirse en un plumífero a sueldo, un mermelero y lambiscón personaje que en vez de la noticia busca a cualquier entidad o persona al cual extorsionar, o cualquier empresa (estatal o privada) de la cual vivir plácidamente, hecho que lamenta cuando los dueños del medio (prensa–radio–tv) ya se le han adelantado con el trato bajo la mesa.
Ni qué decir de las “profesiones” de los políticos: el presidente es un asaltante de caminos, un parásito embustero; y los congresistas: oxiuros, filarias, nematelmintos revolcándose en la mierda de un sistema de dicen defender. Y los religiosos son los traficantes de almas (psicopompos) que el régimen necesita mantener en la ignorancia bajo la dictadura de un dios que sólo le puede ofrecer el infierno, pues el limbo ha sido abolido y el cielo no existe. (Pues si no lo saben el Papa es un hijo de puta y los obispos son sus alcahuetes. Razones mil. “La Puta de Babilonia” de Fernando Vallejo no alcanza a definir correctamente a esta aberración).
No hay que hacer mucho esfuerzo para reconocer a un verdadero profesional de alguien que finge serlo. Las diferencias son las que hay entre un halterofílico y un fisicoculturista. El halterofílico es un hombre con una fuerza extraordinaria que no necesariamente tiene un cuerpo de proporciones apreciables, simplemente no lo necesita (es decir, un cuerpo reventando en músculos), y puede ser un hombre (o mujer) de apariencia sencilla. En cambio el fisicoculturista puede parecer un hombre (o mujer) fuerte pero, en su mayoría, es una apariencia que no tiene nada que ver con la potencia (1).
Por último, todas las profesiones tienen la excepción a la regla y por eso este sistema decadente no se derrumba. Tambalea, trastabillear pero permanece. Esperamos que no por mucho tiempo.
PD: este artículo no está dedicado a los verdaderos profesionales a quienes va mis respetos.
(1).-[Potencia (física), el trabajo, o transferencia de energía, realizado por unidad de tiempo. El trabajo es igual a la fuerza aplicada para mover un objeto multiplicada por la distancia a la que el objeto se desplaza en la dirección de la fuerza. La potencia mide la rapidez con que se realiza ese trabajo. En términos matemáticos, la potencia es igual al trabajo realizado dividido entre el intervalo de tiempo a lo largo del cual se efectúa dicho trabajo] http://rodolfoybarra.blogspot.com/
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