Podría escribir que este mundo es una mierda de medalla de oro de campeonato intergaláctico y que hay días en los que a uno le dan ganas de decir basta, ya tuve suficiente de esta charada, esto no vale la pena, me bajo en la próxima esquina, que os den a todos y que lo hagan sin miramientos ni caricias ni vacelinas.
Podría decir que al menos ya se murió, que ha dejado de sufrir como un perro, de vivir como un perro y de arrastrarse como un perro, y que su familia no tendrá que seguir cuidándolo y llorándolo en medio de las cloacas y la inmundicia del barrio de chabolas de Tollygunge.
Sí, en ese país, la India, mi antiguo hogar, desgarrado por el clasismo y el racismo, que tiene de espiritual lo que yo tengo de modelo de Playboy.
Podría invitaros a conocer de cerca la historia de Nepal Sarnakar, con quien nos encontramos hace tres años en estas páginas. Y también podría recordar otra vida despreciada, ignorada, mermada, a la que se llevó por delante la pobreza, no muy lejos de allí, en el barrio de Kalighat: la de Dipti Porchás. Entre tantas otras, decenas, centenares, que llevo 18 años contando sin saber bien aún para qué ni por qué.
Podría reflexionar sobre las razones que hacen que diez millones de niños mueran cada año por enfermedades fácilmente evitables. Podría rescatar y compilar más datos sobre la guerra que cada día luchan contra la exclusión esas mil millones de personas que están atrapadas en los barrios de chabolas del mundo. Y asimismo podría hablaros sobre la violencia y la brutalidad que algunas de estas personas ejercen sobre otras.
Podría afirmar y defender al mismo tiempo que así de absurda y puñetera es la vida, y que lo mejor que se puede hacer es no darle demasiadas vueltas y tirar para adelante y disfrutar, follar, viajar, amar, mientras se tenga salud, lucidez y libertad.
Podría cagarme en todos los corruptos, hijos de puta, mediocres y papanatas que detentan poder. Podría hacer una larga lista: presidentes, ministros, banqueros, empresarios, directivos de clubes de fútbol, de medios de comunicación, obispos, pastores, estrellas de cine, músicos famosos. Y en todos los salidos, mendicantes, besamanos, cobardes y soplapollas que los amparan, que los aplauden y celebran en sus casas, en las calles, en los bares y en las plazas.
Podría quejarme de ver cómo tantas veces nos extraviamos en discusiones nimias, sinsentido, infantiles, egoístas hasta el paroxismo de la estupidez congénita. Esa maravillosa inclinación que tenemos por regodearnos en nuestras propias miserias y las ajenas. Esa pasión por los grises y por el fango.
Pero lo mejor es que controle esta riada de emociones, reflexiones baratas y demás subproductos y que dé las gracias a mi buen amigo David Earp, que tras conocer la historia de Nepal decidió llevarlo al hospital y cuidarlo. Vislumbro que habrá hecho que estos tres últimos años de vida del joven fueran un poco mejor, como aquel diwali que compartió con otros niños en la terraza de su hogar.
Y que me despida de Nepal con el respeto que merece.
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