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Francotirador, Critica de Ricardo Bedoya ...gracias a http://www.paginasdeldiariodesatan.com/

Category:Bradley CooperCine de Estados UnidosCine de hoyClint Eastwood,Estrenos

 

Apasionante, polémica y compleja es “Francotirador”, de Clint Eastwood.

El final de la cinta muestra fotos y grabaciones del sepelio de Chris Kyle, referente de la historia narrada. Las vemos mientras se suceden los créditos de cola y aportan una significación central  a la película. La celebración del patriotismo por ciudadanos conmovidos al paso del cortejo, da cuenta de un acto solemne. Se entierra a un héroe al que los estadounidenses deben gratitud.

En otras palabras, se imprime una leyenda.

Pero en las dos horas previas de proyección vemos el retrato de un hombre modelado por su medio y circunstancias. Es un texano agresivo, elemental, macizo, que tiene como dogma personal la fe en la Nación y en ese Destino Manifiesto que proclamaron los personajes que fundaron y condujeron el país. Este ciudadano de la América profunda ve el mundo y sus conflictos a través de una pantalla de televisión, mediadora de su relación con la realidad.

Y esa pantalla es la que impulsa el inicio de la tragedia. Una tragedia americana.

Antes de ver impresa la leyenda, asistimos a la escueta exposición de los “hechos”. El texano que se convierte en Navy Seal; francotirador de élite; protector de su manada en Irak; guerrero por convicción que sataniza a los enemigos en el teatro de operaciones; defensor de sus ideales patrióticos; homicida serial; héroe de guerra.

Pero vemos también a ese mismo hombre descomponiéndose; desconcertado ante la caída de sus compañeros más cercanos; encarando la sinrazón; comprometiendo su salud y vida familiar a causa de su apego a la guerra; enfrentando la lucidez y depresión del hermano pequeño –la oveja frágil que siempre protegió-, de regreso del horror del combate; conociendo el descontrol en pleno campo de batalla; sufriendo la confusión de los espacios y la incertidumbre en la ubicación de los “targets” luego de haberse especializado en el certero tiro a distancia; enfrentando a Mustafá, un “alter ego” perverso, el francotirador sirio, campeón olímpico que ha traicionado el espíritu deportivo, sombra o silueta vista desde la distancia, encarnación de ese imperio de mal que proclamó Bush; ese mal que su nación quiere extirpar de Irak.

En la obra de Eastwood, “Francotirador” cumple el papel que “Un tiro en la noche” tiene en la obra de Ford. La que se pregunta por lo que hay detrás de la leyenda impresa. Detrás del hombre que “mató” a Liberty Balance, y del interior de Chris Kyle.

Es un asunto que ya trataba “La conquista del honor”, pero que tiene más contundencia aquí.

La película sigue un itinerario trágico. Y lo hace ajustándose a un esquema narrativo canónico. El protagonista se enfrenta a la perturbación de un “orden” –el atentado contra la embajada de los Estados Unidos en Nigeria y el derribo de las Torres Gemelas- que su formación cultural e ideológica le hace concebir como “natural”. Como reacción, él mismo quiebra una norma de humanidad al disparar contra el niño y la mujer. Hecho de guerra, justificado por las reglas del combate, pero también producto de un odio institucional o un orgullo personal. Es el momento en que el hombre empieza a cotejarse con los dioses. No los del Olimpo, pero sí los de la celebridad y la leyenda, estimulantes contemporáneos.

Y cuanto más “legendaria” es la trayectoria de Kyle, más se desmorona el hombre  y más confusa es su visión.

El transparente y gran ojo azul de Bradley Cooper, aumentado por el lente del mirador del arma, enfrentando a la ceniza realidad de un Irak en ruinas, pero infalible en la acción, pierde progresivamente la nitidez de su visión, para acabar envuelto en la opacidad total de una tormenta de arena.

La historia de la mirada de Kyle es el centro de la puesta en escena de la película.

Con el deterioro del personaje, se descomponen también los espacios fílmicos.

De la nítida disposición de los espacios de las secuencias iniciales en Irak, gracias a los encuadres de altura y del dominio casi panóptico del teatro de operaciones, se pasa a la confusión de la intervención a pie durante el encuentro con los “colaboradores” iraquíes. La visión acotada por el visor del arma –que corresponde al ojo de Kyle- es reemplazado por una cámara dinámica que se aleja del encuadre subjetivo sin abandonar el punto de vista del protagonista.  Cada misión del guerrero en Irak es un tramo de su peripecia trágica y, por eso, el desorden y la confusión se instalan de modo progresivo. Hasta que llega la ceguera total, el tiroteo, la pérdida de referentes físicos, el caos de la guerra, la derrota moral, el reconocimiento de la falta íntima, la tormenta de arena. El empañado ojo azul de Bradley Cooper.

Pero lo que resulta más fascinante son las contradicciones que recorren la película. Eastwood es un cineasta de verdad y no un predicador. Su mirada antibélica no está formulada en proclamas, alegorías ni discursos. No es Lewis Milestone ni Peter Collinson. Tampoco es un halcón que celebra una intervención. No es Ray Kellog ni el director John Wayne. Eastwood es un conservador que cree en la defensa de los valores patrióticos, pero que no está dispuesto a entonarles cánticos ni loas.  

Por eso, toma a un héroe nacional y lo desmonta. Elige a un actor que encarna un tipo físico particular y que lleva consigo la mitología del gringo juerguero y hasta despreocupado. Y lo emplea a la manera de los clásicos. Le lima los bordes; le exige contención; le altera el peso y la apariencia física; apela a su presencia contundente;  lo aleja del juego histérico o exhibicionista.  

Y lo integra a su galería de personajes preferidos: aquellos que, al decir de Michael Henry, padecen de “atrofia emocional”, desde “El jinete pálido” hasta J. Edgar Hoover, pasando, claro, por Bird. Lo que se hace aún más nítido en el personaje de Kyle que suele mostrarse ensimismado, que responde con frases cortas y poco inspiradas y tiene reacciones pasionales antes que racionales. Que rehúye de las explicaciones o lamentos, porque nunca matiza. Su mundo es el maniqueo que pregona Fox News.

Kyle es producto de un medio rígido y de una formación rigorista y tradicional. Es el “héroe” modelado por la cultura de las armas de fuego. Esa que recibió de su padre y transmite a su hijo. La de Alan Ladd entrenando a Brandon De Wilde en la autodefensa. O la que grafica la historia de aprendizaje de “The Tin Star”, de Anthony Mann. 

 Pero a diferencia de “Shane, el desconocido” aquí  no hay lirismo ni la memoria de un paraíso perdido o amenazado. Para Eastwood la guerra tal vez sea inevitable, pero siempre es sucia. Es cruel y espectacular a la vez. A un cineasta como él, le causa repugnancia y fascinación al mismo tiempo.

Y termina impregnando o envileciendo a todos, por más idealistas o patrióticas que sean las intenciones del guerrero. Hasta a los veteranos de guerra, perturbados para siempre, como el asesino de Kyle. 

El hombre que mató a 160 iraquíes solo cumple con el destino trágico que forma parte de una cultura: la de las armas, que se gestó en tiempos de William Munny, el protagonista de “Los imperdonables”, ese relato fundacional que se torna, de modo paradójico, crepuscular.  

Tampoco hay actos de coraje. O, en todo caso, sus raíces y meritos son complejos y se ponen en tela de juicio.  Un insufrible “figureti” como Michael Moore, tratando de criticar de modo sibilino –su estilo de siempre- a la película, ha dicho que un francotirador es un cobarde. Acertó, acaso por primera vez. Pero lo que dijo con ánimo de descalificación, es lo mismo que se pregunta Eastwood a lo largo de toda la película. Pero lo hace en voz baja, sin los pitos y matracas ideológicos que suelen adornar el marketing de Moore.

 ¿Valentía del que dispara encaramado, desde la altura y a lo lejos? ¿Coraje de tirar sobre un niño? ¿Gloria del guerrero que se incomoda al oír su apelativo de “Leyenda”? ¿Satisfacción del héroe por recibir el homenaje de un soldado – que parece sacado de “Los mejores años de nuestras vidas”- que tuvo suerte en el combate salvando la vida pero quedando mutilado para siempre? ¿Orgullo del valiente al ver su vida hecha jirones, a su hermano destruido y traicionada su confianza final en los veteranos de guerra capaces de matar a sus colegas?

Pocas películas bélicas han confrontado con tanta madurez -y tan pocos artificios retóricos- los desgarramientos éticos del combatiente como esta, de Eastwood. Ahora recuerdo otra que tendré que revisar pronto: “Sangre en la nieve” (“Battleground”), de Wellman.

Leo en las redes sociales una pregunta: “¿Estilo en American Sniper?”

Es posible que “Francotirador” disguste, pero que una persona dedicada a la crítica de cine formule una pregunta de ese calibre para descalificar a la película es casi tan grueso como dar importancia al bebe falso que desvela las preocupaciones de tuiteros siempre deseosos de estar en la “pepa”.

Sí, la película tiene estilo. Y un gran estilo. El de la continuidad clásica. El del montaje que se articula sobre la figura expresiva del “shot /reverse shot” potenciada aquí por la composición centrada en el eje de la mirada del protagonista. El de la puesta en escena ceñida a la exposición de un filme de género y a las turbulencias de una biografía compleja que revela la otra cara del “héroe”.      

 

Ricardo Bedoya

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