Regresan a mí los recuerdos de otro lugar también cargado de horror, sufrimiento e ignominia. Un lugar que conozco muy bien: el centro de detención de Tuol Sleng, donde los jemeres rojos torturaron y asesinaron a más de 16 mil personas a lo largo de los cuatro años, entre 1975 y 1979, en que tomaron el poder en Camboya.
Camboya fue uno de los países donde comencé, a principios de los años noventa, mi labor como periodista. En aquellos tiempos viajaba una y otra vez a Phnom Penh para escribir sobre las minas antipersona, las acciones de los jemeres rojos, el desembarco de la misión de paz de la ONU y la salida de las tropas vietnamitas. A pocas manzanas de la pensión de Narim, lugar pintoresco en el que me solía alojar, estaba aquella antigua escuela, silenciosa, abandonada, en la que la guerrilla de Pol Pot había cometido algunas de sus acciones más atroces.
Historia de un genocidio
Durante la contienda bélica de Vietnam, en un hecho que salió a la luz años más tarde, la aviación de EEUU lanzó sobre Camboya, país que se había mantenido neutral, más bombas que durante toda la segunda guerra mundial. Fue un plan secreto, urdido por el infame “doctor” Henry Kissinger, que causó millares de lo que ya en aquellos años se llamaba eufemísticamente “daños colaterales”.
Los ataques sobre territorio camboyano dieron un espaldarazo a la guerrilla mahoista de los jemeres rojos que, una vez terminada la guerra, y con el rey Norodom Sihanouk en el exilio – ese soberano amante del jazz, director de cine, divinidad reencarnada y demagogo insuperable -, tomó el poder en 1975.
Su ejército de adolescentes entró victorioso a Phnom Penh y, en un acto inesperado, comenzó a echar a la gente rumbo a la zonas rurales hasta dejar la ciudad desierta ya que el plan de Pol Pot era convertir a Kampuchea en una sociedad agraria sin dinero, hospitales, profesionales de clase alguna o familias. El éxodo masivo, y las brutales condiciones en las que se trabajaba en el campo, provocó la muerte a más de un millón de personas.
La prisión de Tuol Sleng, también conocida como S21, es uno de los pocos recordatorios que quedan en pie de la brutal estrategia colectivista de Pol Pot, un hombre que se había educado en París y que había pergeñado una versión del marxismo casi más radical y genocida que la de Stalin. Paradójicamente, debido al veto de China, el Consejo de Seguridad de la ONU nunca se pronunció en su contra.
Cuando los vietnamitas tomaron Phnom Penh crearon un museo en el S21 empleando las fotos que los mismos jemeres rojos tomaban de sus víctimas. Ahora el museo tiene un aspecto más sobrellevable, pero cuando entré por primera vez aún conservaba montañas de calaveras y manchas de sangre en el suelo. En el momento en que Camboya fue liberada de los jemeres rojos, todavía había personas en las camas de torturas. Sólo cuatro de las 16 mil que por allí pasaron lograron sobrevivir.
La impunidad del “doctor”
Henry Kissinger no pagó por sus crímenes en Camboya. Como tampoco lo hizo por alentar el genocidio indonesio en Timor Oriental, que costó la vida a 200 mil personas, ni por su influencia en las matanzas en Bangladesh, ni por haber dado luz verde al golpe de estado en Chile que terminó con Allende, ni por su respaldo a la Operación Condor y la junta de Videla.
Aunque se han desclasificado documentos que lo incriminan en todos estos casos (y en varios más como el apoyo a Saddam Hussein contra los kurdos en 1975 o a los crímenes del Sha iraní), sigue asistiendo a fiestas en Nueva York y continúa vendiendo los millonarios servicios de la asesoría Kissinger Associated a quien los pueda y desee pagar. Aunque hoy tenemos una corte internacional de justicia en la Haya, y más allá de los precedentes sentados por el juez Garzón, parece que esas actividades jurídicas sólo están orientadas a dictadores de medio pelo caidos en desgracia. Los líderes de las naciones poderosas nunca pagan por sus crímenes.
De todas las descripciones que se han hecho de Kissinger, la que siempre me ha parecido más afilada es la de Joseph Heller, autor de Trampa 22, el mejor libro escrito sobre la locura de la guerra. “Kissinger no va a ser recordado en la historia como Bismarck, Metternich o Castlereagh, sino como un odioso schlump (chapucero) que hacía la guerra alegremente”. El primer reportero en acusar de crímenes contra la humanidad al antiguo Secretario de Estado norteamericano, fue el gran periodista Seymour Hersh. Úno de los últimos, el ahora neoconservador Christopher Hitchens, con su libro Juicio a Kissinger, a cuyas acusaciones el “doctor” no respondió con argumentos ni demandas judiciales. Sólo se limitó a decir públicamente que era un “antisemita”.
Rumbo a Jiam
¿Por qué me obstino en ir hoy a la prisión de Jiam? Porque en buena medida explica la historia reciente del sur de Líbano. Allí, durante la ocupación, el Ejército de Israel, a través de los miembros Ejército Armado del Sur (SLA), torturó a cientos de libaneses como bien señalan no sólo los testimonios de los supervivientes sino los informes de organizaciones independientes como Amnistía Internacional.
Fue otro de los gérmenes del odio y la indignación en los que se gestó el brazo armado de Hezbolá que terminó por expulsar a las tropas ocupantes de Israel en el año 2000. Y fue, asimismo, uno de los objetivos que la aviación hebrea bombardeó en 2006 - matando a cuatro cascos azules de la ONU – para que no quedara huella de las violaciones a los derechos humanos que se sufrieron en sus mazmorras, para privar a los libaneses de este recordatorio del horror.
Cruzo el último puesto de control. Paso junto a un destacamiento español del a FINUL. Y asciendo por la carretera que me conduce a Jiam. Los recuerdos de Camboya se obstinan en acompañarme. Sé que la magnitud de los sucedido en ambos lugares no resulta comparable. Pero tengo la lóbrega certeza de que una vez más me voy a enfrentar a lo más abyecto de la condición humana.
Continúa…
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