Seis años antes, la joven periodista estuvo escribiendo e investigando para un pequeño periódico local sobre algunas intoxicaciones por componentes radiactivos en la zona. Recopiló informes sobre un total de 18 personas que fueron envenenadas con plutonio por científicos a sueldo del gobierno federal. El origen del descubrimiento y punto de partida de toda la investigación, surgió por casualidad en una visita a la base aérea local al encontrar una nota sospechosa:
“Yo estaba cubriendo una historia en la Base Aérea Kirtland, porque alguien denunció que había componentes explosivos en el agua del valle; y fui a la base porque el único lugar de donde estos explosivos podrían proceder es de allí [...] “En uno de los libros de un despistado funcionario había una nota sospechosa sobre animales radiactivos que me hizo investigar…” Eileen Welsome.
Eileen rastreó durante su ‘inocente visita’ a la base el origen de la nota en uno de los archivos del sótano hasta localizar los documentos que mostraban los macabros experimentos radiactivos con animales en la base y su posterior traslado al vertedero de la misma sin ningún tipo de precaución. Pero eso solo era el comienzo, tirando de documentos pronto encontraría hasta 18 casos de experimentación en humanos.. Tenía una bomba y tenía que contarla, pero decidió recopilar más pruebas y tirar de la manta. Anotó los nombres de todos los científicos implicados y comenzó a investigar en la biblioteca de la universidad. Los pacientes se identificaban por nombres en clave y los localizó uno por uno (a los vivos o sus familiares) para contar a todo el mundo y denunciar su historia.
Ellmer Allen (pseudónimo CAL-3) era un camarero que trabajaba en los ferrocarriles de San Francisco en los años 40. Una mañana cualquiera tuvo un accidente laborar en un tren a Chicago que le provocó una pequeña herida en la pierna, acabando en el hospital público. A los tres días le diagnosticaron un sorprendente sarcoma osteogénico y le dijeron que había que amputar. A la vez le inyectaron plutonio 239 en un muslo. Era 18 de julio de 1947. Él siempre sospechó de aquella maniobra extraña pero todos los galenos estaban compinchados y organizados en una red secreta de información gubernamental. Su médico de cabecera le diagnosticó una esquizofrenia paranoide al mismo tiempo que enviaba puntualmente muestras de tejido de su pierna al Laboratorio Nacional de Energía de Argonne. El seguimiento de Ellmer y sus horribles dolores duró hasta los años 70. Murió en 1991 sin conocer la verdad de su historia.
Ellmer Allen con su esposa poco después de recibir la inyección de plutonio. Fuente, 2
Ellmer fue el último de los 18 pacientes reclutados sin su autorización y con la connivencia del mismísimo Robert Oppenheimer; físico y director científico del Proyeto Manhattan. Una trama espantosa que -muchos no saben- se prolongó 30 años más allá del final de la Segunda Guerra Mundial y que convirtió a cientos de pacientes en conejillos de indias sin ‘consentimiento informado’ para intentar descifrar los efectos de la radiación en humanos.
Si todavía no te has sorprendido de la manipulación y engranaje ‘Mengeliano’ de la administración estadounidense de la época, deja que te cuente más cosas de las que Eileen Welsome se hizo cargo en su célebre investigación de más de 6 años.
En una clínica de Tennessee, 829 embarazadas fueron tratadas con hierro radiactivo como parte de un seguimiento a su gestación. A modo de cóctel vitamínico fueron engañadas y envenenadas durante 9 meses. La idea era comprobar cuanto tiempo y de que forma se transmitía y traspasaba la placenta los isótopos de plutonio radiactivo hasta llegar al feto. El resultado fueron decenas de abortos, malformaciones y enfermedades cancerígenas. Algunos de los hijos desarrollaron cánceres hasta en edad adolescente. El seguimiento se hizo durante 20 años. Ninguno de los cientos de médicos, enfermeras y funcionarios implicados en el proceso denunciaron nada en dos décadas. Increíble.
Máquina del laboratorio de Los Álamos diseñada para medir el nivel de plutonio en pulmones. Fuente
Nunca se inyectaban grandes cantidades de plutonio. Unas milésimas de gramo bastaban. Se conocían por accidentes y otros experimentos los efectos de las altas exposiciones a corto plazo. Se buscaba descifrar el comportamiento del cuerpo humano a bajas cantidades. Se inyectaba cantidad conocida y luego, mediante seguimiento, se medía las cantidades eliminadas por orina o vía fecal. Algunas veces se ‘inventaban’ operaciones para biopsiar órganos internos de pacientes ‘supuestamente’ enfermo y controlar su depósito en los tejidos.
Decenas de presos de la cárcel estatal de Oregón fueron irradiados en los testículos con rayos gamma en los años 60. Se aprovechaba los beneficios para con los voluntarios en cierto tipo de operaciones y estudios estadísticos -como vasectomías programadas- para ‘colar’ las pruebas y blindarse con un dudoso ‘consentimiento informado’. El experimento venía directamente recomendado por la NASA. Querían conocer los efectos de la radiación ionizante en los astronautas y sus órganos más ‘expuestos’. Los testículos, además, permitían evaluar la dosimetría y el efecto sin tener que irradiar el resto del cuerpo.
Uno de los casos más disparatados llegó de la mano de Simeon Shaw, un niño australiano que viajó en abril de 1946 hasta Estados Unidos subvencionado por la propaganda belicista americana para tratarse con la generosa y estimable ayuda aliada una grave enfermedad. Mientras los medios se pavoneaban del altruismo desinteresado del país de las oportunidades, el niño recibió una inyección de plutonio a la par de su fútil tratamiento. Murió a los pocos meses de regresar a su país.
Todos los trabajos de la periodista culminaron en “The Plutonium Files”, un ‘best seller’ de 1993 bien documentado que convirtió viejos callos en nuevas ampollas durante la administración Clinton. Y que obligó al cuadragésimo segundo presidente de los Estados Unidos a crear una comisión que desclasificase todos y cada uno de los informes de los experimentos y a redactar un discurso de disculpa y descargo que leyó en ‘primetime’ al pueblo estadounidenses durante la tarde del 3 de octubre de 1995. Casi nadie se acuerda de aquel alegato. Coincidió curiosamente -o no- con una de las jornadas más intensas del mediático juicio al caradura de O.J. Simpson.
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